Las locuras de un dragón disparatado y un gato de verde pelaje.

miércoles, 20 de diciembre de 2017

Qué bien te ves hoy

Había ido al cajero esa misma mañana para sacar dinero ya que no sabía si en las mercerías aceptaban tarjetas de crédito, además de que no sabía si era bueno usar tarjeta de crédito en estos casos.
Así que sacó su lista de papel y tachó, ahora que tenía tiempo, el recado de ir al cajero. Volvió a guardar su trozo de papel en el bolsillo de la chaqueta y entró en la mercería.

Se había documentado bien. Esta era la tienda más grande de la ciudad, disponía de muchos productos con una excelente calidad, telas de colores variados, para diferentes usos en lo alto de una estantería, enrolladas; alfombras y esterillas con estilos tanto modernos como antiguos, agujas de hilo, agujas de lana, dedales con diseños estrafalarios, maniquíes, cintas de medir, tachuelas, botones,… y por fin, la sección de la lana.

Sonrió para sí. Había planeado esto durante mucho tiempo. Observó por un momento el resto de la tienda, había dos ancianas atendiendo: una tras el mostrador y otra hablando con un grupo de jóvenes que preguntaban sobre talleres de costura. Además había una señora que parecía como dormida apoyada sobre su bastón, cerca de las telas para cortinas.

Siguió mirando por la tienda hasta que encontró lo que buscaba con tanto ahínco. Una tienda tan grande y con tanto prestigio como aquella, era de esperar que tuviera, por supuesto, algún carrito o alguna cesta, cogió por el asa la primera cesta que vio y se la colgó del brazo. Le gustaba colgarse bolsas y otras historias con asas del brazo, sentía como que la vida tenía más sentido y que la primavera estaba a la vuelta de la esquina y eso le alegraba.

Volvió con un paso más alegre a la sección de la lana pero al llegar había dos jóvenes de las del grupo que habían estado hablado con la encargada. Vestían prácticamente a juego, colores oscuros, sin llegar al negro, tenían el pelo de colores y una mochila a la espalda con montones de chapas. Murmuraban entre ellas, de vez en cuando emitían algún chillido, se chocaban las palmas y reían descontroladamente.

Maldijo para sus adentros y rehuyó hacia otro lugar de la tienda, marchó hacia la zona de las agujas, las contempló con una serenidad elegante. Por un momento, le pareció interesante y curioso, que en un lugar tan coqueto, vendieran herramientas tan punzantes, capaces de apuñalar y hasta matar sin miramientos. Se preguntó por un momento, si las mercerías tenían que firmar algún tipo de papel, como lo hacían las armerías.

Tras meditar silenciosamente, pues tenía una capacidad innata de abstracción de su alrededor muy buena, se decidió por coger tres tipos de agujas de lana diferentes, con ellos nada se le resistiría, pensó. Los echó a la cesta.

Se acercó con delicada cautela a la sección de la lana mientras fingía ordenar sus pensamientos, sus pensamientos estaban perfectamente ordenados, impecables, pero le pareció la forma adecuada de proceder ante la imprevisibilidad de los acontecimientos. Al llegar, comprobó con suficiente éxito que tenía total libre acceso a lo que quería así que se zambulló y empezó a echar colores de todo tipo.

Cuando terminó, echó un vistazo a la cesta que había tenido que dejar en el suelo en algún momento, y casi ni se había dado cuenta de ello, y vio que tenía una voluminosa montaña de ovillos de lana. Sonrió satisfactoriamente. Cogió como pudo la cesta y la llevó con mucho esfuerzo al mostrador.

La dependienta estaba hojeando una revista que no cerró de inmediato, sino que la dejó a un lado, abierta, dejando a la vista la página por la que se había quedado: una ristra de diferentes modelos de pinzas para pezones.

Se estremeció.

A continuación empezó a descargar su motín en el mostrador. La anciana mujer, miró en silencio, mientras le llenaba el mostrador de ovillos y más ovillos. Se le pasó por la cabeza, que aquello fuera una broma.

—Betsy, cariño, ¿puedes venir?

Betsy no dijo nada, pero su paso habló por ella, los zuecos que llevaba retumbaban en toda la estancia desprovista de música de ambiente. Cuando por fin llegó Betsy, a su cliente solo le faltaba sacar de la cesta los tres pares de agujas. Pero al llegar y entrever aquello, cogió las gafas que le colgaban del cuello, reposándoles en el pecho, y se llevó la mano derecha a la boca.

Antes de que dijeran nada, su cliente sacó un buen fajo de billetes y empezó a contar. Fue el detonante para que las dependientas reaccionaran y se pusieran manos a la obra. Una pasaba el lector por los productos y otra cogía bolsas y metía los productos con todo el cuidado que las prisas le dejaban.

Al salir de la mercería vio que estaba oscureciendo y aún tenía un buen trecho para volver a casa, parte de su plan estaba atrasándose, pero no quería ponerse pesimista. Sacó la lista y tachó “comprar en mercería”. Llevaba dos bolsas enormes, una a cada lado, casi parecía Santa Claus llevando los regalos de Navidad, se movía con lentitud, pero al menos se movía. Finalmente, no había sido tan despropósito como pensó que podría haber sido.

Era tarde cuando llegó a casa. Se puso una pizza del congelador al horno y, mientras se hacía, cogió una bolsa más pequeña y echó tres ovillos de lana al azar, después buceó entre las bolsas hasta encontrar las agujas, al encontrarlas llevó la bolsa pequeña y las agujas al sillón que había en el salón, delante de una mesa supletoria donde descansaba el ordenador portátil, dejó la bolsa a un lado, encendió el portátil y se descalzó. Emitió un sonido reconfortante, pese a que se había puesto un calzado cómodo, era todo un gusto volver a tener los pies sobre la moqueta de color verde aguacate. Siguió. Tenía que llegar a la comodidad, se lo había ganado. Necesitaba su premio. Se desvistió de toda su ropa y se irguió con orgullo.

El horno pitó y acudió con paso ligero a la cocina.

Aunque tardíamente, estaba yendo todo bien. Su cena esperaba en el suelo mientras se enfríaba un poco. La había cortado de tal manera que pedazo que cogía, pedazo entraba entero en su boca. Pero eso sería un poco más tarde, puso toda su atención al ordenador. Inició sesión y abrió el navegador, clickó en el primer marcador en favoritos que tenía y subió volumen. Mientras cargaba la página, cogía una bola de la bolsa y las agujas. Pero no sonaba nada, miró la pantalla. El vídeo había sido eliminado.

Apretó la mandíbula con fuerza. Luego se tranquilizó, tenía más marcadores, así que le daría al segundo. El segundo enlace cargó exitosamente. Menos mal, respiró con alivio. Y esperó a que todo el vídeo estuviera cargado. A su espera, cenó gran parte de la pizza.



---

Varios meses más tarde había terminado con el último trozo de lana. Y había tenido sus momentos de pesimismo, pensando que quizás no lograría hacerlo, pero por fin había terminado. Tenía las manos llenas de ampollas y de durezas, unas ojeras enormes y profundas, había ganado tripa a base de comer comida precocinada y conservas. Pero ya todo eso quedó atrás. Miró su salón: el ejército que había creado, tantos y de diversos colores y tamaños, había probado a hacer diferentes cosas, pero finalmente, lo que mejor le había salido era hacer conejos. Por lo que su salón parecía una madriguera de conejos.

Buscó en su chaqueta y tachó en su lista “hacer crochet”. Ahora solo faltaba el último paso, y ya su terapeuta podría decir que se había curado. Se vistió con cierta oposición, pero tuvo que hacerlo, «ahí fuera te tratan muy mal si no te vistes», se dijo. Y empezó a meter conejos en una de las bolsas gigantes que trajo con la lana meses atrás.

Una vez lo hubo hecho, la cogió en peso. Pesaba demasiado, así que cogió entonces una bolsa más pequeña y metió conejos ahí.

—Sí, así mejor, más discreto y más fácil de llevar. Podría valer. Qué digo, seguro que vale.— «Pensar en positivo, como en la sesión, tenía que aprender a pensar en positivo. Era parte de todo aquello», pensó.

Se puso la gabardina para poder llevar mejor la bolsa con los conejos de lana, cogió las llaves y salió de casa.

Era de noche, hacía fresco y la gente estaba saliendo de sus casas, sin duda era el momento idóneo para todo aquello. La suerte de nuevo le volvía a sonreír. Se quedó observando el movimiento de los demás, aprovechándose de su capacidad innata, ser invisible. Lo guardó todo en su cabeza como datos que se anotan en un papel y los archivó. Tras ver que en un portal no había mucho trajín decidió acercarse.

Abrió la puerta del portal sin ningún problema, esperó que la luz del rellano no fuera automática. No lo era. Se fundió con las sombras que había. Inspeccionó el bajo y vio que había dos puertas, se preguntó si había algún vecino aún dentro, se quedó escuchando en ambas puertas, no oía ni la tele ni pisadas ni voces. Cogió un alfiler y una horquilla y abrió la puerta. Fue fácil, tampoco sin entrar mucho más, metió la mano por la gabardina y sacó un conejo, uno naranja y lo puso en la mesilla que había en la entrada, junto al bol vacío de las llaves. El conejo llevaba un cartelito que rezaba: “Qué bien te ves hoy”. Y salió por la puerta intentando no dar un portazo.

Como en la otra puerta, tampoco había indicios de haber nadie hizo lo mismo. Entró, soltó un conejito en la entrada y se fue. Y así fue por todo el bloque salvo en aquellas casas en las que había indicios de haber alguien. Después, como aún seguía teniendo conejitos, en vez de irse a casa, hizo lo mismo con el siguiente portal, así hasta tener que volver a casa, volver a salir con la bolsa llena y haber repartido todos los conejos.

Cuando los hubo repartido todos, regresó una última vez más a casa. Tenía una nube de satisfacción en su cabeza. Seguro que cuando se lo contara a su terapeuta no se lo creería, por fin podría ver por sí mismo los grandes progresos que había conseguido.

lunes, 9 de octubre de 2017

CAMINOS

El camino iba a ser complicado como poco, lo supo desde que decidió su destino. Al principio pensó que carecía de importancia; creía, en la necedad de su juventud, que si deseaba de verdad su causa no necesitaba prepararse para la dureza de los múltiples obstáculos que acabarían ante él. 
Se equivocaba, como era previsible. 

Se perdió un par de veces, cayó y volvió a caer, fue perdiendo su fuerza y su fe. ¿Su causa? Apenas la recordaba, pero aún recordaba menos por qué merecía la pena, por qué caminaba. 

Fue cuando estaba a punto de renunciar cuando decidió hacer caso a las voces más allá del camino, ocultas tras la espesura. Síguenos, decían, síguenos y el camino será más corto, te guiaremos hasta tu objetivo, serás por fin recompensado. Porque te han mentido, querido amigo, y el mejor camino no es el del sendero marcado.

Las escuchó, con el rostro iluminado por aquella brizna de esperanza, y, por desgracia, decidió seguir su consejo. Nunca debió hacerlo: aquello acabó por llevarle aún más lejos, a donde yo le encontré, perdido, triste, prácticamente muerto. 
Supongo que tuvo suerte de encontrarme, cosa que pocos pueden decir. Lo que llevo en mis bolsillos no es precisamente suerte. 

−No es siempre mejor el camino más corto, compañero −le susurré cuando me contó su historia.− Pero no temas, no es tarde para ti. Nunca lo es.


Así fue como le conocí, fuera del camino marcado, y así fue como le salvé, siendo su guía. 
No todas las voces en la espesura somos traicioneras.
Algunas somos hasta demasiado buenas, pero ese ya es nuestro problema.

domingo, 5 de febrero de 2017

La bruja

Tú no la conocías ni la llegarás a conocer jamás. No era la protagonista de ninguna profecía, no se la temía ni tampoco se la adoraba. Muchos dirían que era del montón hoy en día, pero no había montones de ella por ninguna parte. Más quisieran.

La conocí del mismo modo que se conocen a todos los seres de su especie, cuando mi vida pendía de un hilo. Siempre he tenido un hilo muy fino por vida, a veces me imaginaba a Cloto con miedo de tocar mi hilo con su huso, no vaya Átropos a amonestarla por hacer su trabajo. La cuestión es que allí estaba ella rodeada de cardenales, de heridas supurando; tenía largas noches sin dormir en el rostro pero siempre sonriente.

Cuando me llevaron junto a ella ya sentía que algo en mí había curado. Recuerdo que me sentí en paz por unos instantes que parecieron años. Luego me alejaron de ella para siempre, nunca pude preguntar por su nombre, nadie me decía sobre su existencia y entonces fue cuando me llevaron ante Sigmaringa.

Al verla sentía cómo las Moiras se peleaban por mi escaso hilo. Sentía como unas manos invisibles me tensaban y me aflojaban a la mínima. Traté de huir por todos los medios que en mí alcanzaba pero no pude hacer nada. Su embrujo me impedía siquiera moverme.

Al despertar, ahí estaba su diabólica cara delante de la mía, me ataba, me estiraba, me clavaba la aguja sin anestesia ni nada. Comprendí que jamás sería de nuevo el mismo y no tuve otra más que reinventarte en mi memoria y extrapolarte en esta mota de polvo que mora en mi habitación. Ojalá fuera fuerte y así pudiéramos alejarnos y ser libres los dos, pero es imposible. Sigmaringa es demasiado tenaz y yo… yo solo tengo una hebra de vida, fácil de cortar, de arrancar...

lunes, 16 de enero de 2017

UN DÍA DE MI NO-VIDA

Todos los días se parecen demasiado desde que no estamos juntos. Supongo que es normal. No tengo trabajo, apenas salgo de casa para ver a otros, sólo vagabundeo en busca de algo para comer. Es deprimente. Si hubiese estado en su lugar, yo también habría salido corriendo.

Cada día me levanto a la misma hora, las tres de la tarde. Sí, no trabajar tiene alguna minúscula ventaja, como es la de poder evitar las asquerosas mañanas. Me levanto y riego las plantas. Si os soy sincero, creo que dos de ellas están muertas, pero pobrecitas, igual son como yo, y si es así la muerte no debería de ser una excusa para que no las alimente.
¿Plantas zombi? Quizá debería escribir sobre ello. Cuando coma, que ahora no tengo energía suficiente como para trabajar en algo intelectual. Bueno, ni energía ni cerebro, de ahí la necesidad de alimentarme previamente.

¿Veis la televisión? Yo antes del incidente no lo hacía. Ahora soy muy fan. No hay tantas actividades que puedas seguir haciendo cuando te vuelves como yo, pero ver programas de cotilleos nunca ha requerido sujetos muy inteligentes tras las pantallas, ni tampoco dentro de ellas. Los veía con mi pareja, al menos habíamos empezado a tener una actividad en común. A pesar de todo, me dejó. Me pregunto cuál sería la gota que colmó el vaso. ¿El olor? ¿Las noches de caza, tal vez? Puede que fuese por aquella noche en la que intenté devorar a su madre. 
Pero bueno, sin rencores.

Y así transcurren mis días… Me quedo por el salón, viendo la tele, decayendo en el ya destrozado sofá. A veces salgo a dar un paseo cuando cae el sol, sólo por costumbre, para ver qué tal anda el barrio.
No, no atacaría a mis vecinos. Son buena gente, no hacen preguntas, y el casero vive a dos casas de la mía y me deja esto a buen precio. Sería contraproducente. Jamás atacaría a alguien que me cae bien.
Ya, ya sé, ataqué a mi suegra. Pero eso no contradice lo anterior. Era bastante mal bicho, y eso que yo soy tolerante. O sea, miradme. Se me cae la piel a cachos y camino como si me hubiesen partido por tres sitios la columna vertebral. Si me acepto a mí mismo es porque soy lo suficientemente tolerante.

Tras escribir la historia de las plantas zombi, sin duda lo próximo será un libro de autoayuda.

Bueno, se me está acabando el efecto de mi última alimentación, así que, si me disculpáis, voy a deshacerme de los restos que no me sirven. No os voy a hablar de la víctima ni de lo chungo que es alimentarse de humanos para seguir aquí. La naturaleza de mi estado no es cruel ni amable ni humana en ningún aspecto. Simplemente es, y yo no estoy aquí para cuestionarla.

Quizá vuelva a escribiros si vuelvo a conseguir suficiente sustancia gris viable para ello. Hasta entonces, disfrutad de quienes sois, porque si hasta yo puedo, vosotros también. 

lunes, 5 de septiembre de 2016

5-9-2016

Veo en ti: la fuerza que creí haber perdido,
muchos no lo entenderían, dirían que miento, que estoy loca,
mas en ti veo: un sueño fugaz e irrepetible,
haberte tenido conmigo ha sido todo un desafío,
ver la naturaleza rugir, la risa llorar y al mundo reír.

Veo en ti: la Oscuridad, la lluvia que cae sin avisar,
las ganas de gritar, bailar, desfallecer.
Veo las ganas de correr, correr libre hasta el amanecer,
las ganas de ser, que nadie te las puede quitar,
esa manera de estar, mirar, cautivar,
sin dejar nunca jamás de crear a tu paso.

Veo en ti: cómo ha sido todo posible.
Tantas caídas merecidas para saber apreciar
lo que antes ignoraba,
tanto dolor que se ha ido.
Las palabras se me amontonan,
no quieren salir, no se sienten merecidas.

Y veo en mí: aquello que jamás podría haber esperado,
un largo camino lejos de lo que nunca he sentido mi hogar,
siento el miedo otra vez y me encanta porque me aviva el alma,
siento un intenso calor que me envuelve por fuera,
siento al Viento llevar las historias que un día tendré
siento a veces las ganas de cantar, bailar, saltar sin parar.

¿Adónde quedó mi escasa cordura?
¿El día que comprendí que soy cuerda en un mundo de nudos,
me convertí en otra cosa?
Pueden brillar las estrellas, dejar de camuflarse,
que el silencio se extienda y logre abrazarme,
luces, sombras y color,
quisiera yo encontrar aquello que moraba en mí,
¿acaso quieres regresar?
Tan solo quiero agradecer por las migajas que dejó,
por las pinzas que perdió
y el mundo que hoy se abre ante mí.
¿Lo puedes creer? Shh... Libre es el mundo porque es tuyo,
tú eres tu mundo, te amoldas, te acoges,
cristalizando el cielo, surcando el aire,
las estrellas nos están mirando, ¡que miren el espectáculo!

Veo en ti: mi locura.
Veo en mí: tu sonrisa.
La evolución exacta de lo que fui y soy,
el tiempo podrá haber pasado,
mas he muerto tantas veces, como tantas he vuelto,
habiendo cambiado, habiendo regresado impoluta,
donde el mundo es una baraja que nadie reparte,
tan sólida, tan nítida... no sabes lo que hay debajo
y todo puede ser posible, tan solo tienes que abrazarlo.


domingo, 28 de agosto de 2016

HURACÁN

Olvidar lo que había vivido de pronto se le antojaba la tarea más complicada a la que jamás se había enfrentado. 
Ya daba igual qué había pasado y qué no. No le importaban los cómos ni tampoco los porqués. Había acabado haciéndose tanto daño que le costaba no rendirse ante la dureza del huracán en su contra que era su vida. Sufría a diario, y la única opción que permitiría que sus heridas se curasen era la de dejar de hurgar en ellas con los recuerdos. 
Cerró el grifo y comenzó a secarse la cara. Le costaba reconocerse al mirarse en aquel deslustrado espejo, pero el brillo de sus ojos seguía ahí y aunque ya no era el de la ilusión sino el de las lágrimas contenidas lo cierto es que hacía que no perdiese del todo la esperanza.

Cerró los ojos con fuerza, provocando que un par de lágrimas escapasen de ellos. Las secó sin darles mayor importancia, y al abrir los ojos de nuevo su mirada era desafiante. Sus pasos al salir de allí eran firmes, como si algo en su interior hubiese recuperado parte de la confianza perdida.  
Aquella mañana retomaría las riendas de su vida, y no se iba a culpar jamás por haberse perdido un tiempo, pues al final había llegado al ojo del huracán y se había encontrado. 




lunes, 4 de abril de 2016

El cazador de males

Cualquier cosa podría haber llegado aquel día, pero tuvo que llegar la carta que colapsó el buzón, que hizo que cayera causando un sonido férrico al caer contra el suelo de madera. Tuve que dejar mis quehaceres para correr, pensando en un primer momento que se trataba de nuevo de vándalos, no los germanos, los niñatos que se dedican a causar grandes alborotos por un poquito de atención. Al abrir la puerta de mi despacho, lo vi ante mí. Era el cartero que se había quedado petrificado al haber presenciado todo aquello. Giró su cabeza poco a poco mientras tartamudeaba e inclinaba su cabeza hacia mi estatura, pude sentir su miedo, sus sudores fríos como si fueran propios; suspiré calmado y me dirigí hacia él. 

—No tiene caso. Lo hecho, hecho está.— Levanté el brazo en dirección a su frente, pero reaccionó como si le fuera a golpear la cabeza, se achantó y luego temeroso como si fuera a perder la vida echó a correr torpemente en dirección a la salida.— No tiene caso, siempre pasa lo mismo.— Susurré mirando las palmas de mis manos, luego las cerré y las apreté.

Volví a suspirar. Tenía trabajo que hacer, recogí las cartas que se habían desperdigado por el suelo y las que estaban dentro del buzón. Volví a colocar el buzón en su sitio, y me llevé el montón conmigo. Sería una mañana dura, pero quizás podría llegar a final de mes con la tripa llena.

La gran mayoría de las cartas eran una muy creciente muestra de afecto mal expresado hacia mi existencia, donde primaba la falta de creatividad y de modales. Nunca entendí a esta especie, qué es lo que les pasa. Se quejan por estar mal y cuando les alivias se quejan de que ya no estén bien. Van por la vida con deseos de llegar lejos y se quejan de lo lejos que está; pero cuando están cerca, se quejan igualmente. Y cuando les alivias del vicio por quejarse, te odian. Quizás no tengan la capacidad de valorar las cosas que tienen, desean tener o aman. Ya ni hablemos de seres, ya sea en lo que quieren convertirse o a quienes aman. Pasan la vida pensando demasiado en situaciones donde no se ha de pensar tanto, y sin pensar en las cuáles sí se ha de pensar, y cuando sufren, se quejan. Y si dejan de sufrir, se quejan. Tanto si les he aliviado yo, como si fueron ellos mismos. No tiene caso. Solo hubo una carta, era enorme el sobre y el folio, pero en su interior había una pequeña letra que requería de mis servicios. No entendí la letra porque estaba en un idioma que desconocía: ¡huella de oso! Sin embargo, pude percibir los sentimientos, entre ellos desesperación y el preciado y perdido auxilio. Cada sentimiento tiene un olor distinto, así como un sabor distinto. La desesperación es ácida, el asco es agrio, la tristeza es dulcemente ácida, el odio sabe a pescado podrido.

No sabía exactamente adónde tendría que dirigirme puesto que solo había una huella, pero el olor inconfundible me llevaría a mi destino, fuera adonde fuera. Así que recogí, lo mejor que pude mi despacho, y metí algo de abrigo en una mochila, cogí algunas cosas más y me marché olfateando como un sabueso el aire.

Tras meses de viajes y viajando de gratis gracias al odio que me tienen, llegué a una jungla de bambúes, dado a mi pequeña estatura, me sentía como si estuviera entre trigales musicales, cada vez que me chocaba contra ellos. Porque la vida me ha hecho ser muy oficinero y no he salido así en años. Me alegré por no haber extraviado en ningún momento el olor, lo exhalé profundamente para embriagarme con él, estaba extremadamente cerca, podía sentirlo dentro de mí, podía...
—¡Ah, serás hijo de...!— Me miré el brazo, tenía una caña de bambú clavada en él. Miré a mi alrededor buscando una explicación, mientras trataba de arrancarme la caña. No había forma, ni lograba ver nada más que cañas. Así que comencé a moverme poco a poco tratando de no hacer mucho ruido. Empecé a sentir el olor más lejano. ¿Qué es lo que estaba pasando?

Tropecé con una piedra y caí fuera de la jungla de bambúes. Me había torcido el tobillo... De pronto, vi como la piedra empezaba a coger forma y a hacerse más y más grande, recuerdo que pensé por un momento, que la piedra era muy velluda, hasta que la vi erguirse con las fauces abiertas y dos cañas en la mano como si de cuchillos se tratasen. Y fue entonces cuando lo olí, aquel panda que me había torcido el tobillo y clavado una caña en el brazo era el que me había enviado una carta.
—No tiene caso— dije, poniéndome como pude medio en pie. El panda se aproximó y rugió, yo me mantuve en pie y eructé muy fuerte. El panda me miró, se tapó el hocico con una de sus patas y me miró más acechántemente. Se abalanzó encima y yo rodé de una manera muy penosa pero con éxito, entonces con gran dificultad me eché encima y traté de tocarle la frente. Como estaba malherido y muy bajo en forma, no lo conseguí a la primera vez que lo intenté, ni a la segunda... De hecho, para ser francos, llegué a aquel lugar por la mañana temprano y se estaba yendo el Sol y aún no había conseguido acercarme a su frente. Los estábamos muy exhaustos y pude oler su ira, su desesperación, su aún latente auxilio y ¿vacío? Hacía años que no olía ese sentimiento, es un sentimiento que te deja frío, como si un carámbano de hielo se te hubiera cruzado por el cuerpo, paradójicamente pasas a estar vacío por estar lleno de hielo, aunque sea psicoemocional. Se puede estar vacío a muchos tipos de niveles.

Apreté los dientes, y volví a rodar cuando volvió a lanzarse sobre mí. No le había quitado las cañas de las zarpas porque consideré que sus zarpas eran peores que las cañas, aunque igual no las hubiera usado, de haberle quitado las cañas. ¿Por qué un panda iba a usar cañas para herir a nadie? No tiene caso pensar en ese tipo de cosas, así me levanté tan rápido como pude cuando la oscuridad empezó a apoderarse de todos los rincones; y le rocé la frente. Afortunadamente, mi trabajo no consta de manosear frentes, y con solo rozarla un poquito sirve. El panda se desmayó en el suelo mientras una luz se condensaba en su frente, yo me acerqué de nuevo, alargué la mano y la me la comí rápidamente. No se puede arriesgar uno a que pierda las vitaminas.