Las locuras de un dragón disparatado y un gato de verde pelaje.

miércoles, 20 de diciembre de 2017

Qué bien te ves hoy

Había ido al cajero esa misma mañana para sacar dinero ya que no sabía si en las mercerías aceptaban tarjetas de crédito, además de que no sabía si era bueno usar tarjeta de crédito en estos casos.
Así que sacó su lista de papel y tachó, ahora que tenía tiempo, el recado de ir al cajero. Volvió a guardar su trozo de papel en el bolsillo de la chaqueta y entró en la mercería.

Se había documentado bien. Esta era la tienda más grande de la ciudad, disponía de muchos productos con una excelente calidad, telas de colores variados, para diferentes usos en lo alto de una estantería, enrolladas; alfombras y esterillas con estilos tanto modernos como antiguos, agujas de hilo, agujas de lana, dedales con diseños estrafalarios, maniquíes, cintas de medir, tachuelas, botones,… y por fin, la sección de la lana.

Sonrió para sí. Había planeado esto durante mucho tiempo. Observó por un momento el resto de la tienda, había dos ancianas atendiendo: una tras el mostrador y otra hablando con un grupo de jóvenes que preguntaban sobre talleres de costura. Además había una señora que parecía como dormida apoyada sobre su bastón, cerca de las telas para cortinas.

Siguió mirando por la tienda hasta que encontró lo que buscaba con tanto ahínco. Una tienda tan grande y con tanto prestigio como aquella, era de esperar que tuviera, por supuesto, algún carrito o alguna cesta, cogió por el asa la primera cesta que vio y se la colgó del brazo. Le gustaba colgarse bolsas y otras historias con asas del brazo, sentía como que la vida tenía más sentido y que la primavera estaba a la vuelta de la esquina y eso le alegraba.

Volvió con un paso más alegre a la sección de la lana pero al llegar había dos jóvenes de las del grupo que habían estado hablado con la encargada. Vestían prácticamente a juego, colores oscuros, sin llegar al negro, tenían el pelo de colores y una mochila a la espalda con montones de chapas. Murmuraban entre ellas, de vez en cuando emitían algún chillido, se chocaban las palmas y reían descontroladamente.

Maldijo para sus adentros y rehuyó hacia otro lugar de la tienda, marchó hacia la zona de las agujas, las contempló con una serenidad elegante. Por un momento, le pareció interesante y curioso, que en un lugar tan coqueto, vendieran herramientas tan punzantes, capaces de apuñalar y hasta matar sin miramientos. Se preguntó por un momento, si las mercerías tenían que firmar algún tipo de papel, como lo hacían las armerías.

Tras meditar silenciosamente, pues tenía una capacidad innata de abstracción de su alrededor muy buena, se decidió por coger tres tipos de agujas de lana diferentes, con ellos nada se le resistiría, pensó. Los echó a la cesta.

Se acercó con delicada cautela a la sección de la lana mientras fingía ordenar sus pensamientos, sus pensamientos estaban perfectamente ordenados, impecables, pero le pareció la forma adecuada de proceder ante la imprevisibilidad de los acontecimientos. Al llegar, comprobó con suficiente éxito que tenía total libre acceso a lo que quería así que se zambulló y empezó a echar colores de todo tipo.

Cuando terminó, echó un vistazo a la cesta que había tenido que dejar en el suelo en algún momento, y casi ni se había dado cuenta de ello, y vio que tenía una voluminosa montaña de ovillos de lana. Sonrió satisfactoriamente. Cogió como pudo la cesta y la llevó con mucho esfuerzo al mostrador.

La dependienta estaba hojeando una revista que no cerró de inmediato, sino que la dejó a un lado, abierta, dejando a la vista la página por la que se había quedado: una ristra de diferentes modelos de pinzas para pezones.

Se estremeció.

A continuación empezó a descargar su motín en el mostrador. La anciana mujer, miró en silencio, mientras le llenaba el mostrador de ovillos y más ovillos. Se le pasó por la cabeza, que aquello fuera una broma.

—Betsy, cariño, ¿puedes venir?

Betsy no dijo nada, pero su paso habló por ella, los zuecos que llevaba retumbaban en toda la estancia desprovista de música de ambiente. Cuando por fin llegó Betsy, a su cliente solo le faltaba sacar de la cesta los tres pares de agujas. Pero al llegar y entrever aquello, cogió las gafas que le colgaban del cuello, reposándoles en el pecho, y se llevó la mano derecha a la boca.

Antes de que dijeran nada, su cliente sacó un buen fajo de billetes y empezó a contar. Fue el detonante para que las dependientas reaccionaran y se pusieran manos a la obra. Una pasaba el lector por los productos y otra cogía bolsas y metía los productos con todo el cuidado que las prisas le dejaban.

Al salir de la mercería vio que estaba oscureciendo y aún tenía un buen trecho para volver a casa, parte de su plan estaba atrasándose, pero no quería ponerse pesimista. Sacó la lista y tachó “comprar en mercería”. Llevaba dos bolsas enormes, una a cada lado, casi parecía Santa Claus llevando los regalos de Navidad, se movía con lentitud, pero al menos se movía. Finalmente, no había sido tan despropósito como pensó que podría haber sido.

Era tarde cuando llegó a casa. Se puso una pizza del congelador al horno y, mientras se hacía, cogió una bolsa más pequeña y echó tres ovillos de lana al azar, después buceó entre las bolsas hasta encontrar las agujas, al encontrarlas llevó la bolsa pequeña y las agujas al sillón que había en el salón, delante de una mesa supletoria donde descansaba el ordenador portátil, dejó la bolsa a un lado, encendió el portátil y se descalzó. Emitió un sonido reconfortante, pese a que se había puesto un calzado cómodo, era todo un gusto volver a tener los pies sobre la moqueta de color verde aguacate. Siguió. Tenía que llegar a la comodidad, se lo había ganado. Necesitaba su premio. Se desvistió de toda su ropa y se irguió con orgullo.

El horno pitó y acudió con paso ligero a la cocina.

Aunque tardíamente, estaba yendo todo bien. Su cena esperaba en el suelo mientras se enfríaba un poco. La había cortado de tal manera que pedazo que cogía, pedazo entraba entero en su boca. Pero eso sería un poco más tarde, puso toda su atención al ordenador. Inició sesión y abrió el navegador, clickó en el primer marcador en favoritos que tenía y subió volumen. Mientras cargaba la página, cogía una bola de la bolsa y las agujas. Pero no sonaba nada, miró la pantalla. El vídeo había sido eliminado.

Apretó la mandíbula con fuerza. Luego se tranquilizó, tenía más marcadores, así que le daría al segundo. El segundo enlace cargó exitosamente. Menos mal, respiró con alivio. Y esperó a que todo el vídeo estuviera cargado. A su espera, cenó gran parte de la pizza.



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Varios meses más tarde había terminado con el último trozo de lana. Y había tenido sus momentos de pesimismo, pensando que quizás no lograría hacerlo, pero por fin había terminado. Tenía las manos llenas de ampollas y de durezas, unas ojeras enormes y profundas, había ganado tripa a base de comer comida precocinada y conservas. Pero ya todo eso quedó atrás. Miró su salón: el ejército que había creado, tantos y de diversos colores y tamaños, había probado a hacer diferentes cosas, pero finalmente, lo que mejor le había salido era hacer conejos. Por lo que su salón parecía una madriguera de conejos.

Buscó en su chaqueta y tachó en su lista “hacer crochet”. Ahora solo faltaba el último paso, y ya su terapeuta podría decir que se había curado. Se vistió con cierta oposición, pero tuvo que hacerlo, «ahí fuera te tratan muy mal si no te vistes», se dijo. Y empezó a meter conejos en una de las bolsas gigantes que trajo con la lana meses atrás.

Una vez lo hubo hecho, la cogió en peso. Pesaba demasiado, así que cogió entonces una bolsa más pequeña y metió conejos ahí.

—Sí, así mejor, más discreto y más fácil de llevar. Podría valer. Qué digo, seguro que vale.— «Pensar en positivo, como en la sesión, tenía que aprender a pensar en positivo. Era parte de todo aquello», pensó.

Se puso la gabardina para poder llevar mejor la bolsa con los conejos de lana, cogió las llaves y salió de casa.

Era de noche, hacía fresco y la gente estaba saliendo de sus casas, sin duda era el momento idóneo para todo aquello. La suerte de nuevo le volvía a sonreír. Se quedó observando el movimiento de los demás, aprovechándose de su capacidad innata, ser invisible. Lo guardó todo en su cabeza como datos que se anotan en un papel y los archivó. Tras ver que en un portal no había mucho trajín decidió acercarse.

Abrió la puerta del portal sin ningún problema, esperó que la luz del rellano no fuera automática. No lo era. Se fundió con las sombras que había. Inspeccionó el bajo y vio que había dos puertas, se preguntó si había algún vecino aún dentro, se quedó escuchando en ambas puertas, no oía ni la tele ni pisadas ni voces. Cogió un alfiler y una horquilla y abrió la puerta. Fue fácil, tampoco sin entrar mucho más, metió la mano por la gabardina y sacó un conejo, uno naranja y lo puso en la mesilla que había en la entrada, junto al bol vacío de las llaves. El conejo llevaba un cartelito que rezaba: “Qué bien te ves hoy”. Y salió por la puerta intentando no dar un portazo.

Como en la otra puerta, tampoco había indicios de haber nadie hizo lo mismo. Entró, soltó un conejito en la entrada y se fue. Y así fue por todo el bloque salvo en aquellas casas en las que había indicios de haber alguien. Después, como aún seguía teniendo conejitos, en vez de irse a casa, hizo lo mismo con el siguiente portal, así hasta tener que volver a casa, volver a salir con la bolsa llena y haber repartido todos los conejos.

Cuando los hubo repartido todos, regresó una última vez más a casa. Tenía una nube de satisfacción en su cabeza. Seguro que cuando se lo contara a su terapeuta no se lo creería, por fin podría ver por sí mismo los grandes progresos que había conseguido.

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